miércoles, 5 de noviembre de 2014

Si las piedras hablaran -4: En las minas de speculum


En las cercanías del Ranal, al pié del pilar número 47 del acueducto sobre el Cigüela, se aprecia una hondonada salpicada de espejuelo. Cuando 1966 los ingenieros que dirigían la cimentación de las torres sobre las que circularía el altísimo acueducto del trasvase Tajo Segura que lleva agua de Entrepeñas y Buendía a Murcia, Comenzaron a escavar el suelo para cimentar una de las torres de sustentación, apareció una galería tallada a pico en el subsuelo de rocas yesíferas. La galería se prolongaba centenares de metros y comunicaba con otras hasta extendiéndose por una red de más de 10 kilómetros de longitud. El objeto de aquellos túneles resultaba un misterio para los ingenieros. Se plantearon diversas hipótesis que tuvieron  finalmente fueron descartadas. En principio se pensó que serían aperturas de acceso a pozos de salmuera (la zona tiene una agua muy dura, muy saturada de carbonatos) ya que parte de las galerías están bajo el nivel freático y se encuentran inundadas. Se pensó también que pudieron haber sido ejercicios de los ingenieros romanos para mantener entrenadas a sus legiones. Nadie imaginó en ese momento que se trataba de galerías de minas romanas para la extracción de lapis especularis, el apreciado cristal del Imperio. Poco a poco se fueron descubriendo cientos de galerías en un área de unos 150 kilómetros, en la provincia de Cuenca principalmente. El Historiador romano Plinio el Viejo ya cita la zona extractiva del Lapis Specularis en un entorno de cien mil pasos romanos en torno a Segóbriga.  El sueloe stá literalmente horadado por una red de túneles que buscaban las vetas más ricas del yeso cristalizado, material que hizo rica a la ciudad de Segóbriga. Años después se descubrieron más minas y galerías, alguna tan mítica y famosas como La Cueva de la Mora Encantada, en Torrejoncillo del Rey, cuyo descubrimiento, lleno de sueños y misterios, provocó gran conmoción en la época y llegó a describirse como auténtica ciudad subterránea.

Dos mil años antes, Babpo,  escalvo celtíbero al servicio de Cayo Plinio se disponía a entrar en la mina de lapis, el cristal del Imperio. En las cercanía del yacimiento, sobre la loma en la que actualmente se desmoronan una ruinas denominadas Castillo de San Miguel, recogía su ajuar de esclavo minero de lapis: sus ferramentas constaban de un buen pico, mazo,  cincel y el cesto trenzado de esparto reforzado con costillas laterales de madera. Su vestuario una túnica corta, las alpargatas y rodilleras de esparto, el fuerte gorro de protección del mismo material y por último su lalternae realizada con placas de espejuelo agujereadas. Esta última le serviría para iluminar  el fondo del túnel en el que operaba. Antes de introducirse bebió largamente del manantial de Fuente El Pez al pie de la colina y cercano al río Cigüela que regaba las pequeñas huertas de cebollas y verduras con que los alimentaban. .

Se dirigió en fila junto a sus compañeros, esclavos como él, a la mina. La boca de entrada estaba situada a media ladera en un pequeño talud. Luego avanzaba en ligera pendiente hacia abajo por una rampa por la que, en ese momento, ascendían dos mulos cargados con gruesas placas de lapis de un metro de largo aproximadamente. Ellos se hicieron a un lado para que pasaran los animales y continuaron mientras sus ojos se acostumbraban poco a poco a la ausencia de luz. Pasaron a la primera sala principal (un amplio espacio que había sido vaciado de speculum y ahora servía de cámara de almacenaje provisional y distribución de las galerías).  Sobre ellos se alzaba la chimenea de un  pozo rectangular de unos dos metros de largo,  por el que ascendían pesados bloques sujetos a unas cuerdas de esparto arrolladas a un torno accionado por una pareja de esclavos en el exterior. Continuaron por una de las recientes galerías alumbrados cada, 30 pies romanos, por lucernas colocadas en huecos escavados en las paredes por encima del nivel de los ojos. Los nichos estaban forrados por placas de espejuelo para reforzar su fulgor. Cuando llegaron, un esclavo provisto de un gran odre, estaban renovando el aceite de oliva de las lucernaes. Este duraría unas cinco horas, el tiempo de trabajo de su primer turno del día. Luego habría otro en la hora octava,  después de la comida del mediodía y una breve siesta a la sombra de los almendros cercanos.

El trabajo era duro. Arrancar las placas de lapis sin romperlas exigía cierta cualificación. Si el capataz te descubría estropeando alguna de aquellas magníficas losas transparentes se vengaría con el látigo sobre tu espalda. Poco a poco fue recortando los bordes de un lienzo de buen tamaño. Al cabo de unas dos horas tenía recortado su perímetro. Pidió a su compañero para que sujetara la pieza cuando con el cincel la aplicó oblicuamente sobre un  borde. Esta se despegó formando dejando suelta una gruesa lámina transparente. Entre ambos recorrieron la galería con la pieza firmemente sujeta hasta la sala central y la depositaron a la espera de ser izada con el torno. Luego volvieron para ocuparse de los escombros. Con sus cestos recogieron los trozos no aprovechables. Luego volvieron a recorrer la galería hasta la boca exterior. Desde allí, con fuerza arrojaron aquellos trozos  sobre un enorme montón de escombros que se esparcían ladera abajo. Allí permanecieron, a la intemperie,  durante dos mil años.

Un día, rodando con la bici por el camino de servicio del canal, un ciclista se detuvo al lado de la torre 22 del viaducto del Trasvase. Bajó de su bicicleta y curioseó  por aquella hondonada donde estaba la boca, ya cegada, de la antigua mina. Paseó su mirada entre los escombros de lapis que se acumulaban por todas partes. Se fijó en uno particularmente transparente, un trozo de buena calidad, pero inservible para las medidas estándar que exigían los constructores romanos. Lo cogió, lo envolvió en una bolsa de plástico y lo guardó en su mochila. El trozo deshechado por Babpo ocuparía su lugar en el museo de Ciencias Naturales del cole. Nadie sabría nunca que formó parte de una plancha mayor que acabaría instalada en la mansión de Marco Lucrecio, más conocida como Casa de los Músicos, en Pompeya.

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